Humboldt, pues, no fue un descubridor geográfico en el sentido clásico del término, sino bastante más que eso. Su actividad exploradora fue incansable, recorrió físicamente selvas y montañas, cruzó océanos y numerosos accidentes o fenómenos geográficos llevan hoy su nombre: razones suficientes como para ser incluido en esa categoría. Pero más allá de sus viajes y observaciones, Humboldt fue también, y sobre todo, un científico de talla universal, un hombre capaz de reunir con su mirada lo singular y lo abstracto, capaz de recorrer el mundo para, después, someterlo a regla y medida.
Nació en el seno de una familia acomodada en la Prusia de Federico del Grande. Su infancia discurrió en Berlín y sus alrededores. Allí, en una pequeña localidad llamada Tegel, se alzaba la mansión materna, "el castillo del aburrimiento", tal y como él la denominó.
Su padre murió cuando tenía nueve años, y de su madre recibió un trato severo y distante, algo que parece explicar -según todos sus biógrafos- las graves carencias afectivas que presidieron su vida. Pronto se aficionó a las ciencias naturales. Ya de adolescente gustaba de recoger y coleccionar conchas, mariposas y piedras en sus paseos por Tegel, hasta el punto de que era llamado "el pequeño boticario". Como miembro de la aristocracia (su padre había sido chambelán del rey), recibió una educación esmerada y frecuentó círculos eruditos. Uno de ellos fue el del médico judío y discípulo de Kant, Marcus Hertz, cuya mujer presidía una de las tertulias características de la Ilustración germana. Era en ese tipo de reuniones donde la física y el mundo experimental convivían con la música, las lenguas, la filosofía y otras formas de cultura.
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